sábado, 14 de noviembre de 2009

...Sabado...Asuntos de Biblioteca...La Paseadora De Perros......Capitulo dos...Leslie Schnur....




Cuando entró en su apartamento, Nina estaba sin aliento. No sólo porque acababa de encontrarse cara a cara con Daniel, ni porque había estado a punto de pillarla en su ba­ñera y por poco se había metido en un buen lío, ni tampo­co porque quizá lo había perdido para siempre a causa de su propia torpeza, sino también porque vivía en el ático de un edificio de cinco plantas sin ascensor. Por muchas veces al día que subiera y por muy en forma que estuviera, el esfuerzo siempre la dejaba baldada.
Sam, el mejor perro del mundo, se abalanzó hacia ella en cuanto abrió la puerta. Nina le rascó la cabeza y se aga­chó para acercar la boca a su hocico. Ella lo besó; él la lamió. Sam la siguió, pisándole los talones, mientras ella dejaba caer sobre la mesa la mochila, el correo que acababa de recoger en el vestíbulo y las llaves, y abría la nevera pa­ra servirse una copa de vino. Blanco, muy frío, nada menos que un Chardonnay, tan denso y espeso que prácticamente se le pegaba a los dientes.
Él se sentó, jadeante, esperando un gesto de ella, que tomando pequeños sorbos de su bebida, puso la banda sono­ra original del musical de Broadway South Pacific. A veces era cínica, sí. Podía ponerse brusca cuando se impacientaba con la gente, cosa que sucedía a menudo. Pero era román­tica, siempre. Y aunque sabía que la gente la habría tachado de anticuada por ser una apasionada de los viejos musica­les de Broadway (Rodgers y Hammerstein, Lerner y Loewe, incluso Sondheim, pero nunca la mierda sensiblera y popera de Andrew Lloyd Weber), no podía evitarlo; hablaban su lenguaje, la conmovían y la hacían llorar (no es que hacerla llorar fuera difícil: a veces bastaba con un anuncio de televisión para que se le saltasen las lágrimas). Pero ¿cómo po­día alguien no emocionarse con la versión de Some Enchanted Evening cantada por Ezio Pinza?
Entonces se sentó a su mesa de comedor/escritorio/área de trabajo/mesa de dibujo, colocada en el centro de su diminuto apartamento, y encendió la lámpara fluorescente con lupa que había comprado para ver mejor aquellos agu­jeritos. Ahí era donde se pasaba horas y horas cada día (siempre que no estaba paseando a los perros, o con un hom­bre, o tomando un café con una amiga, o dándose un estú­pido baño), trabajando en aquellas ridículas estructuras (y no esculturas, ya que le parecía demasiado pretencioso llamarlas así) hechas de objetos pequeños (cuanto más diminutos, mejor) que encontraba en las calles de Nueva York. Los mejores eran los abalorios, porque ya tenían agu­jero. Los botoncitos también le venían bien. Los trozos de cristal, de plástico e incluso las piedras eran aprovecha­bles, pero sólo si podía perforarlas con su taladradora Black & Decker y sus brocas de acero rápido con punta de carbu­ro. Sólo las de 0,8 milímetros servían para el cristal; lo había aprendido al cabo de un doloroso y accidentado proceso de experimentación (su mejilla había tardado dos semanas en curarse de aquella esquirla que había saltado). Entonces las ataba con alambre al que daba forma, enroscándolo y anu­dándolo para crear adornos colgantes de hasta dos metros cuarenta de largo (la altura de su techo) compuestos de miles de piececitas rotas, encontradas y cortadas. En ese momento había colgadas en torno a ella seis de esas obras maestras, semejantes a las increíbles esculturas de Calder o a aquellos ob­jetos que vio en una exposición en la Outsider Art Fair del Puck Building, en el Soho. Allí, los presos y los internos de los psiquiátricos vendían sus obras por miles de dólares. Al­gún día, tal vez ella seguiría sus pasos, pensó mientras recogía un abalorio del cubo rojo de encima de la mesa y lo ensarta­ba en el único alambre libre de la pieza en la que trabajaba. Es decir, tal vez vendería alguna estructura. No tenía la menor intención de acabar en la cárcel. O en el manicomio.
Su apartamento constaba de un dormitorio con apenas espacio suficiente para una cama, una cocinita y un baño. Además, claro, de otra cosa: tenía una terraza de doscientos cincuenta metros cuadrados, con vistas al parque. Y eso, aparte de Sam, era lo que la mantenía con vida. Y cuerda. Por así decirlo.
Había conseguido hacerse con aquel apartamento y con aquel milagroso espacio exterior gracias a una combina­ción macabra de circunstancias y a un poli guaperas. En po­cas palabras: justo después de su divorcio se había mudado al apartamento de abajo, y en el ático en lo que ahora era su casa vivía un tipo al que había visto una o dos veces en la escalera. Vestía totalmente de negro, estaba recubierto de espeluznantes tatuajes como un hechicero negro, llevaba anillas en las orejas, las cejas, los labios y Dios sabe dónde más, y cada noche ponía Sympathy for the Devil de los Stones a tal volumen que en el piso de Nina temblaban las paredes. Los bajos, sin duda al nivel máximo de decibe­lios, atronaban de tal modo que Sam se ponía a perseguir su propia cola en una especie de frenesí hiperactivo y Nina se quedaba despierta en la cama, con la vista clavada en el techo, incapaz de dormir y demasiado asustada para mo­verse. Cuando el cansancio vencía al miedo, golpeaba el techo con el mango de una escoba y se quejaba al presidente de la escalera y a su casero. Pero el disco del demonio no dejaba de girar.
De modo que una noche, cuando ya hacía un mes que se repetía cada noche la misma escena, cuando Nina ya se sabía la canción del derecho y del revés, y podía cantar a coro con Mick (imaginando sus labios, aquellos labios), se le­vantó de la cama, subió al piso de arriba y aporreó la maldita puerta. Por favor, permíteme que me presente. No hubo respuesta. ¿Cómo diablos iba el a oírla aunque qui­siera? Nina regresó su apartamento y redactó la siguien­te nota:

Querido vecino,
Es muy desconsiderado por su parte poner la músi­ca tan fuerte. No me deja dormir, y aunque le he pedido muchas veces que baje el volumen, no me ha hecho nin­gún caso. Por favor, por favor, baje la música o me veré obligada a llamar a la poli.
La vecina de abajo

La llevó al piso de arriba y la pasó por debajo de su puer­ta. No habían pasado ni cinco minutos cuando recibió esta misiva como respuesta:

Querida zorra,
Satán no duerme para nadie. Muerte a los no creyen­tes. ¿Acaso crees que vas a ser perdonada? ¿Acaso crees que Satán no sabe quién eres? Deja ya de joder.
Mensajero satánico

Nina llamó a la poli. Encontraron cincuenta gramos de hachís en el congelador del tipo y lo arrestaron. Nina consiguió su apartamento, aunque para ello necesitó la ayuda del poli guaperas, el del culo prieto y bigote, detalle éste que le perdonó temporalmente porque era un poli (cómo iba a saber él qué estaba bien y qué estaba mal). Además, tuvo que pagarle cinco mil dólares en efectivo al casero. Más tarde, aquel poli guaperas le había lamido las corvas, le había besado la parte interior de los codos y le había hecho el amor sobre los ladrillos de su nueva terraza hasta que no pudo soportar más la negativa de ella a liarse con él, inclu­so a hablar con él. Para Nina fue la perfecta aventura posdivorcio: en su casa, según sus reglas, sin hablar y con mucho sexo. Además, era consciente de que aquello se acabaría en el preciso instante en el que el bigote cobrase importan­cia. Para su sorpresa, eso tardó dos meses en ocurrir.
Nina hizo un nudo en el alambre, se puso de pie y re­trocedió un paso para contemplar el resultado. «Me voy acercando», se dijo. Decidió llamarlo Paseando a los perros, porque así era cómo obtenía la mayor parte del material. Sí, era perfecto. Apagó la lámpara, agarró su copa de vino y salió a la terraza. Sam la siguió pacientemente, pero en cuanto llegaron a la puerta de cristal estaba ya hasta la co­ronilla, negra y peluda, y no pudo contenerse más: tenía tantas ganas de salir que le propinó a Nina un empujón pa­ra apartarla de en medio y por poco la hizo tropezar. No brillaban estrellas en la negrura absoluta del cielo, pero el paisaje estelar de Nueva York, resplandeciente en aquella noche de verano le recordó a la Vía Láctea. Llegaba hasta sus oídos la música de dentro. Eres más joven que la pri­mavera. Se echó en una vieja tumbona de teca, astillada por años de sol, lluvia y nieve. Había estado pensando en conseguir muebles de exterior nuevos, pero aquella noche le daba igual. Al echar una ojeada alrededor le entró el mismo arrebato que cuando vio aquel lugar por primera vez. ¿Hasta dónde podía llegar la suerte de una chica? ¿Y qué si estaba obsesionada con un extraño que no la consideraba más que una paseadora de perros chalada (y tenía que admitir que en eso se había convertido)? ¿Cómo se le ocurría abusar así de su hospitalidad? Bueno, en realidad él no le había ofre­cido su hospitalidad; ella simplemente se había quedado demasiado tiempo en su casa, y ya está. ¿Y qué importaba que ella viviese en un apartamento del tamaño de una caja de zapatos? ¿Y qué si no tenía novio, ni perspectivas de acostarse con alguien, sobre todo ahora que había dado al traste con cualquier posibilidad de conquistar a Daniel, el hombre de sus sueños? Ángel y demonio, cielo y tierra, estoy contigo. Exacto, pero todo cuanto tenía era eso; ese espacio, ese cielo, esa vista, ese perro, esa copa de vino.
Vive en el aquí y el ahora, se decía diez veces al día, cada día. Vive en el aquí y el ahora.
No funcionaba.
Se levantó y despertó a Sam de su siestecita, dirigió por última vez la mirada al otro extremo del parque, hacia el este, admirando las luces de los lujosos apartamentos de la Quinta Avenida y del puente que se encontraba más allá, preguntándose qué cenas de gala debían de estarse cele­brando en aquella ciudad tan grande y maravillosa esa misma noche. Estaba convencida de que cada noche la gente organizaba fiestas o acudía a ellas. Fiestas caracterizadas por sus manjares deliciosos, su buena música y su cálida ilu­minación. En ellas la gente mantenía conversaciones diver­tidas, acaloradas e intelectualmente estimulantes. Los in­vitados hacían nuevos amigos y contactos, presumían de lo que sabían de Oriente Próximo, del reciente descubri­miento de otro sistema solar o de la retrospectiva de Schnabel en el Whitney. Hablaban de sus viajes a España y de se­xo. Reían, discutían, establecían nuevas alianzas y reforzaban los viejos lazos.
Nina no había asistido a una cena así desde hacía años. Y no conocía a nadie que diera cenas, al menos a nadie que la invitara.
Esas cenas a las que no la invitaban representaban todos los deseos de Nina, todos los sentimientos que la llevaban al borde del derrumbe, todas aquellas cosas que faltaban en su vida (alguien a quien querer, alguien que la quisiera y la apreciara, que la adorase). La vida que llevaban las otras personas valía la pena no sólo porque eran amadas, sino también porque eran dignas de ese amor.
Nina soltó un suspiro, entró en casa, se desnudó y se puso una enorme camiseta de UCLA que le había enviado Claire. Se cepilló los dientes y se pasó la seda dental, se lavó la cara y se puso crema hidratante, un rito que cumplía cada puñetera noche aun a sabiendas de que no servía de na­da, de que eran su herencia genética, el clima y su sonrisa (con sus arrugas, hoyuelos y demás) lo que determinaría el futuro de su rostro. Después se acurrucó bajo las sábanas.
No encontraba una posición cómoda. Jesús, ¿iba a ser otra de esas noches? Sam yacía en su lugar habitual, ocu­pando el espacio que correspondía a los pies de Nina, quien se veía obligada a acostarse en diagonal. Tenía la cabeza lle­na de listas de todo tipo: lista de la compra, de recados que debía hacer, de lugares a los que quería ir y de hombres con los que se había acostado.
Esta última era una lista que le gustaba porque el núme­ro siempre variaba. Siempre tenía un nombre en la punta de la lengua, o le venía a la mente una experiencia que recor­daba perfectamente o que, bochornosamente, había olvidado por completo. Sin duda, hay cosas que uno prefiere ol­vidar. Como aquel profesor de ciencias políticas de Columbia que conoció en un acto de recaudación de fondos para el Partido Demócrata; él le aseguró que se había dejado la cartera en casa, de modo que le pidió que lo acompa­ñase allí, le indicó que se sentara en el sofá mientras iba al dormitorio a buscarla y salió en pelota picada. Ella, algo cachonda y víctima de una estupidez cobarde, se rió. Y des­pués se acostó con él. Luego se enteró de que no era la pri­mera vez que aquel profesor recurría a ese mismo truco para ligarse a quienes él denominaba las «ingenuas niñitas demócratas». Y hacía justo unas horas, Nina había leído un artículo suyo en la sección de opinión del New York Times en el que manifestaba su apoyo al candidato conservador a la Corte Suprema y justificaba su giro a la derecha. Y hacía unos días, al observar los intentos de King (el perro más necesitado de Ritalin que jamás había visto) por montar a Sadie, la basset cuyas orejas o se arrastraban por el suelo o se agitaban en el aire si soplaba el viento, le vino a la me­moria un nombre: Dick, aquel dentista que había estado ca­sado tres veces, siempre con una dentista. Se había olvidado totalmente de que había salido con él hasta que, por alguna misteriosa razón, se acordó en aquel momento con­creto. Tal vez era porque él prefería aquella posición, aunque no estaba segura.
A quien no había olvidado, ni por un día, ni en el menor de los detalles, era al único hombre, aparte de su ex, de quien había creído estar enamorada. Lo había conocido en la universidad, y su idilio había durado seis semanas. Se llamaba Jack Schreiber, era un artista y poseía un encan­to absolutamente embriagador. Nina había vivido con él una historia ardiente e intensa, con mucho sexo y marihua­na, muchas horas dedicadas a filosofar, reír y soñar, con aquella sensación de saber que estaba perdida. Y de pronto, una noche, él no quiso mirarla a los ojos, le volvió la cara cuando ella le habló y regresó con su novia. Y Nina se quedó sola otra vez. Sus esperanzas se vinieron abajo de golpe. ¿Cómo podía algo tan hermoso y apasionado terminar de forma tan repentina y definitiva? ¿Cómo era posible que aquellos besuqueos junto a una pared de ladrillo en la os­curidad de una calle desierta se terminaran abruptamente, como si nunca hubiera existido? Era como si la Tierra hu­biese dejado de girar de golpe, sin más, sin que una fuerza benigna la hubiera frenado poco a poco para que todos los habitantes pudieran prepararse para el final. Nina no esta­ba preparada, de modo que salió despedida por los aires. El aterrizaje fue duro y le dejó el trasero dolorido.
Fue Claire quien le reveló la verdad: nada garantizaba que las relaciones más tórridas, ni siquiera las más entraña­bles, durasen para siempre.
«¿Y qué narices significa eso?», se preguntó Nina, sen­tada en la cama, apartando las sábanas. Sam irguió la cabe­za, la miró por unos instantes y luego continuó durmiendo. La teoría de Claire se oponía completamente a todo lo que Nina sabía sobre el amor, que no era mucho. Joder, si el amor no era profundo, ¿qué lo era? Nina ya conocía dema­siado bien la superficialidad, principalmente la de su ex. Su vida en común consistía en acudir a estrenos de películas y fiestas, y discutir sobre política, arte, novelas y música, y sobre los pros y los contras de comer tempeh crudo. Mi­chael era ante todo un hombre apasionado, pero sólo de sus propios intereses. Y era brillante; él mismo se lo había dicho. Pero la comunicación emocional entre él y Nina no existía. Él apenas le ponía la vista encima, como si reconocer su existencia fuera indigno de su mente Mensa. Practicaba un sexo de manual, literalmente, ya que él consultaba libros de sexo para asegurarse de que su actuación mereciese siempre un diez. Su relación era tan profunda como un charco. Ella había creído que lo amaba y sus motivos no eran del todo estúpidos: amaba su inteligencia, su curiosidad y lo que representaba: ¡era un director de fotografía! ¡Un artiste! ¡Un intelectual! ¡Un hombre de aspecto deslumbrante ob­sesionado con el estilo de vida alternativo! Pero entre ellos no había química, eso que se da por supuesto cuando lo tie­nes y que cuando te falta no te deja vivir.
Amor, como el de las canciones, como cuando en West Side Story María le canta a Tony, Tú, tú eres lo único que veo para siempre. Un amor vertiginoso y mágico, inexplicable, que nace de algún lugar recóndito y desconocido de uno mismo; eso era lo único que ella quería.
Por lo menos no estaba tan desesperada como parecían muchas mujeres solteras de su edad. Ella había estado casada, ya había pasado por allí. No tenía que avergonzarse de que nadie la hubiera querido lo suficiente, por lo menos a su modo, para dar aquel gran paso. Además, no detesta­ba tanto su soledad; lo que sentía era una angustia más abs­tracta, miedo a que tal vez el futuro no le deparase un amor como el que ella había soñado.
Finalmente Nina se durmió y tuvo uno de sus sueños que se desarrollaban en un vagón de metro, con destino desconocido, pero abarrotado. Ella llegaba tarde y la ator­mentaba la sensación de haberse dejado algo importante en el andén de la estación.

No hay comentarios: