domingo, 8 de noviembre de 2009

Entradas Nocturnas...En asuntos de biblioteca....La paseadora de Perros....Capitulo 1....Leslie Schnur....

Medio fisgona, medio soñadora, Nina Shephard, una paseadora de perros de Manhattan, tiene ya unas cuantas vueltas a la manzana a sus espaldas, por así decirlo. Su trabajo le brinda  una gran oportunidad: las llaves de los apartamentos de sus clientes, y con ellas la tentación de saltarse las barreras morales y acceder a sus vidas







Nina Shepard estaba enamorada de un hombre a quien no conocía. Perfecto, se dijo, mientras tomaba un baño re­lajante, aquella bochornosa tarde. Sólo de pensarlo Nina soltó una de esas carcajadas guturales tan suyas. Por lo ge­neral, la traía sin cuidado el debate sobre si la ironía había muerto o no, pero por lo menos ahora sabía de qué lado estaba.
Resultaba gracioso que supiese más de un hombre a quien no conocía que de todos los que sí había conoci­do juntos. Sabía que leía libros. Sí, de acuerdo, eran del estilo aventura-trágica‑en‑el‑Everest‑en‑la‑Antártida‑en‑Krakatoa‑con‑tiburones‑y‑con‑fuego‑basada-en‑hechos‑reales que estaba tan de moda. Desde luego, eran novelas testosterónicas (expresión que Nina había acuñado en respuesta a la expresión «novela rosa»), pero por lo menos se trataba de libros y no sólo de las revistas de deportes y ne­gocios que la mayoría de hombres consideraba «lecturas». Sabía que escuchaba música tanto de Mozart como de Lenny Kravitz; ninguno de los dos era el favorito de Nina, Mozart por estar totalmente sobrevalorado y Lenny por poco original y blandengue, pero ella apreciaba la ampli­tud de criterio. Sabía que él asistía regularmente a conciertos de jazz e incluso a ver alguna obra de Broadway de vez en cuando; que mantenía una relación aparentemente cor­dial con sus papás; que tenía un perro adorable, si bien debía perdonarle (y se lo perdonaba, aunque se lo había tenido que pensar bastante) que, en vez de recogerlo de una perrera, se lo hubiese comprado por Dios sabe cuánto a un criador; que había estudiado en la Universidad de Penn y que trabajaba en un importante bufete de abogados —esto le daba un poco de grima a Nina, aunque por otra parte él cobraba un sueldo endemoniadamente bueno para un tío de treinta y dos años recién cumplidos—; que le gustaba es­quiar, ver partidos de béisbol por la tele y jugar al póquer cada miércoles por la noche con amigos de ambos sexos; que iba a correr a Central Park cinco días a la semana, y que pasaría las siguientes vacaciones haciendo rafting en el río Bio Bio, en América del Sur; que todo ese ejercicio le había proporcionado un aspecto curtido de lo más atractivo, sexy y masculino; que tenía una nariz peculiar; que votaba a los demócratas y hacía generosos donativos a muchas organi­zaciones benéficas y progresistas, desde la Asociación por los Derechos Civiles hasta la Fundación para los Sin Techo; que era católico no practicante, aunque la Navidad era im­portante para él, tanto que el año anterior había empezado a comprar los regalos en septiembre; que era metódico y se­rio, y, en definitiva, que, salvando un par de imperfecciones menores, era la personificación de todos sus deseos.
Ahora sólo le faltaba conocerlo.
Había sido uno de esos días calurosos de verano en Nue­va York en que las basuras se cuecen y apestan de tal forma que Nina había tomado una vez más la determinación de que, independientemente de lo pobre o rica que estuvie­ra, de si tenía mucho o poco trabajo, de si estaba liada con alguien (mucha suerte iba a necesitar) o no, pasaría el verano siguiente tumbada en una playa de California, respirando el aire puro del mar y bebiendo una Coronita a morro. Con lima. Y sólo estaban en junio, por Dios. En agosto aquello sería como el desierto de Mojave, pero en húmedo. Nina se compadecía a sí misma y, al mismo tiempo, estaba indignada por compadecerse.
Como de costumbre, el panorama no era muy alentador para Nina.
En cualquier caso, tenía la sensación de que se merecía más que nadie aquel baño, perfumado y con burbujas, que tan decadentemente estaba tomando esa tarde de martes a las cuatro. Había terminado los paseos de la mañana y de la tarde, y devuelto el último perro a su casa, de modo que fi­nalmente disponía de algo de tiempo para sí. Con la cabeza apoyada en el borde de la bañera, dejó que su mente flotara junto con su pelo que, como el de una sirena, oscilaba len­tamente sobre la superficie del agua. Si tuviera aletas en lu­gar de piernas, podría nadar libre, plácidamente y sin perros hasta aquella lejana costa californiana, donde conocería a un peligroso pirata que la convertiría en una mujer de verdad y la mataría a polvos, le leería poesía y le acariciaría la cara con sus hermosas manos, y los dos vivirían felices pa­ra siempre en una choza que habrían elegido porque podían vivir donde quisieran ya que serían asquerosamente ricos gracias al botín que él habría arrebatado a un malvado dic­tador, cuya muerte habría devuelto la libertad a todos los habitantes del país, o sea que no sería grave.
A sus treinta y cinco años, a Nina le gustaban sus pier­nas. Llevaba ya un año paseando perros, por lo que, aunque seguía teniéndolas cortas, estaban en buena forma, fuertes, torneadas y bronceadas. Tomó la esponja de la caja japonesa de listones de madera, se las frotó y notó que sus extre­midades volvían a la vida. Se friccionó las caderas, los brazos, el cuello y los hombros, con lo que consiguió relajar sus cansados músculos, y se masajeó la piel tal como le ha­bía indicado aquella zorra de Bloomingdale's que le había preguntado, con gran incredulidad: «Pero ¿es que aún no te exfolias?» La de cosas que no sabía.
Apenas el día anterior había ido a la Town Shop de Broadway, una especie de santuario para su amiga Claire, a comprar un nuevo sujetador para aquellos pechos suyos que, ahora mismo, sobresalían de la espuma, levantados y separados por el agua, con un aspecto de lo más respingón y adorable. El cuerpo de Nina, según decían, gustaba mucho a los hombres, pero tener pechos grandes exigía llevar un señor sujetador. Claire usaba unos de la talla 90, de esos apretados y monos. Comprar sujetadores le resultaba fácil, y siempre encontraba un tanga a juego, porque las mujeres como Claire se visten así. O no se visten, según se mire. Nina no llevaba tanga por principio. Era una firme convencida de que una se pone bragas para taparse el culo, no para que de­saparezcan entre las nalgas.
—Así no se ve la raya de las bragas —le había explicado Claire.
—Pero es que yo quiero que se me vea —había replicado Nina—. Quiero ser consciente de que llevo bragas. Y quie­ro que los demás sepan también que las llevo. Es un pensa­miento que me reconforta. Y sabe Dios que reconforta a mi madre. Si no quieres que se te vea la raya de las bragas, ¿por qué te pones bragas? Con el tanga es como si llevaras algo, o a alguien, metido en el culo.
—El tanga es sexy.
—El tanga es una estupidez.
No mencionó que preferiría pegarse un tiro a someterse a una de aquellas depilaciones brasileñas a la cera que por lo visto eran un requisito imprescindible para llevar tanga. ¿Cuándo habían decidido las mujeres de su edad que tener un cuerpo sin un solo pelo, salvo en una estrecha franja vertical, era una necesidad cultural? ¿Sería que al bordear los cuarenta años les entraban ganas de aparentar cuatro?
En Town Shop, a Nina la había atendido una esbelta mujer afroamericana de unos cincuenta y tantos años, con el cabello teñido de naranja y unas uñas de tres centímetros pintadas de rojo y rematadas con calcomanías de maripo­sas negras y doradas. En la muñeca llevaba una pulsera tin­tineante de la que colgaban varias llaves.
—Hola. Quiero comprar un sujetador —anunció Nina.
—Ven conmigo.
Dejó caer el brazalete en la palma de su mano y exami­nó con gran atención las llaves hasta encontrar la correcta, con la que abrió la puerta de un probador. Había etique­tas en el suelo, un par de sujetadores sobre una vieja silla de madera y un espejo al que no le habría venido nada mal un chorrito de Glassex.
—Quítate la blusa.
Nina esperó a que la mujer cerrara la puerta, pero ésta se quedó ahí quieta, esperando. De modo que Nina obedeció. En Town Shop no hay lugar para el recato.
—Cariño, usas una talla de sujetador equivocada. ¿Qué es eso, una 95? Dios santo, fíjate en lo grande que te viene. ¡Te sienta fatal!
Tiró de ambos lados y lo tensó por detrás.
—He llevado una 95 toda mi vida —aseguró Nina.
—Pues has llevado la talla equivocada durante todo ese tiempo, cariño. Quítate eso; te traeré algo.
Nina se lo quitó y esperó medio desnuda a que la ven­dedora regresara con media docena de sujetadores colgan­do del brazo, el mismo en el que llevaba la pulsera.
—Pruébate éste.
Sacó uno negro, lleno de lacitos y costuritas, justo del tipo que Nina más detestaba, y que por un momento se quedó enganchado en una de las llaves del Reino del Sostén.
—No es mi estilo —dijo Nina—. Busco algo más simple, liso.
—Lo que tú digas, cariño. Pruébate éste.
Le tendió uno beige, ligero y sin costuras. Mientras Nina se lo probaba, la mujer se quitó la pulsera de la muñeca, se la guardó en un bolsillo, apretó con aquellas manos de uñas largas los lados de los pechos de Nina y se los subió hasta que encajaron en la copa.
—Inclínate.
Nina se inclinó.
—Menéate un poco.
Nina se meneó.
—Ahora ponte erguida y echémosle un vistazo.
Nina se irguió.
—Bueno, este sujetador te queda bien, pequeña.
Y era cierto.
—¿Y de qué talla es? —preguntó Nina.
—Una 90. Esa es tu talla. ¿Quieres un tanga a juego?
Sí, era su talla. Y no, no quería. Nina se probó varios sujetadores más, eligió tres y se marchó de la tienda ma­ravillada de su ignorancia, especialmente respecto a sí misma. Cuando, a los treinta y cinco, descubres que has estado llevando sujetadores de la talla equivocada durante tantos años, te das cuenta de algo: no sabes demasiado de nada.
De momento, sin embargo, quería concentrarse exclu­sivamente en lo que sentía en aquel baño, en aquella ba­ñera, con aquella esponja. Con vigor, se frotó los talones, los empeines y los callos de los dedos. Aquellos pies que tantos problemas le daban, aquellos pies con unos puentes altos como el Empire State y anchos como el Atlántico, aquellos pies que tanto había castigado paseando perros y que tanta vergüenza y dolor le habían causado durante el último año.
Hacía un mes, en el podólogo, había recibido la última lección de lo poco que sabía sobre nada. Ahí estaba él, tan apuesto, tan masculino y, a la vez, tan delicado al tocarla. Había subido el asiento de su pequeño taburete médico con ruedas y había tomado el pie desnudo de Nina entre sus hermosas manos. Sus brillantes ojos azules se habían posado primero en su pie, luego en su rostro y finalmente en el pie de nuevo. «El príncipe ha encontrado a su Cenicienta», pensó ella. Tal vez le propondría matrimonio allí mismo, en aquel instante. Nina inspiró profundamente y sonrió.
Entonces él la miró a los ojos.
—Jamás había visto unos pies más zopos que éstos —aseguró con una sonrisa radiante.
Aunque Nina comprendió que bromeaba, más o menos, se sentía totalmente humillada por haberse dejado llevar por sus fantasías. Incluso semanas más tarde, tras haber desembolsado cuatrocientos dólares por unos zapatos ortopé­dicos que le levantaban el arco plantar y aliviaban su neuro­ma de Morton, se ruborizaba cuando le venía a la memoria lo que había pensado. ¿Cómo había sido tan ilusa de creer que aquellos pies podían inspirar algún sentimiento román­tico? Les echó un vistazo y se percató de que necesitaba una pedicura; por muchos disgustos que le acarreasen, merecían también un poco de mimo. Se rió de nuevo al recordar que, hacía unos años, Michael, su ex marido, un director de fo­tografía, libertario, vegetariano y experto en qigong, le ha­bía recomendado que acudiese al quiropráctico para que le tratase el dolor de los pies. Quizá sólo necesitaba un ajuste, le dijo. Se había quedado algo corto. Ella había aplazado la visita lo más posible, porque sabía cómo era la medicina alternativa en la que creía su marido, pero cuando finalmen­te aquel presunto doctor le recomendó una hidroterapia de colon, se limitó a responderle «no, gracias», y a Michael «ni hablar del peluquín». Eran sus pies los que necesitaban ayu­da, no su aparato digestivo. Luego resultó que su corazón también la necesitaba.
Pero no quería pensar en todo aquello. ¿Qué tenía que ver con el baño? Su corazón roto, sus deformes pies, sus piernas, sus pechos, su ex, el que siguió a éste, amor, sexo y lavados de colon: todo aquello le pasó por la mente mientras observaba el techo pintado a mano para imitar el aspecto del cobre oxidado y mientras ahogaba las burbujas echándoles agua con las manos. Se suponía que aquello resultaba relajante, que le permitiría vaciar la mente de la porquería cotidiana, pero ahí estaba, volviéndose loca. ¡Un baño! Te pones en remojo en tu propia mugre, el agua caliente se entibia, la espuma se convierte en una película jabonosa sobre la superfi­cie del agua y tu pensamiento divaga de forma incontrolada.
Y sin embargo… Dejó la esponja en su lugar y recogió un puñado de las pocas burbujas que quedaban. Aún relucían a la luz del atardecer que se filtraba por el cristal de la pequeña ventana, la única de todo el apartamento que no daba a Central Park. Era sólo uno de los detalles que no se podían pasar por alto en aquel baño, con sus elegantes acabados de madera de cerezo, sus paredes y suelo de piedra, su grifería de cobre, aquella mezcla yin‑yang de modernidad y anti­güedad, de dureza, frialdad y sensualidad. Varias fotogra­fías chinas de color sepia adornaban la pared situada frente al retrete y el bidé. Un bidé, el súmmum del lujo hasta que te pones a pensar para qué sirve. Incluso Sid, el lánguido braco de Weimar que yacía sobre las frías baldosas junto a la bañera, parecía sacado de un tratado de feng shui.
Nina abrió el grifo y se pasó el chorro por aquellos pe­chos talla 90, por el vientre, entre las piernas, y dejó que el agua corriera ahí, recordando su época en la universidad, cuando había aprendido a correrse haciendo eso. Ah, qué época; en ese entonces le sobraban tiempo y ganas de ejer­citarse (con un vibrador, un pepino, el mango del peine y el agua de la ducha, a veces con el estímulo de un porro o una copa de vino) en el arte del orgasmo. Ningún chico de die­cinueve años iba a tomarse la molestia, o sea que si no lo aprendías por tu cuenta, ¿quién iba a enseñártelo? Y si no lo aprendías entonces, ¿cuándo? Como Nina era una per­sona que se tomaba las cosas en serio, se entregó a aquella tarea con devoción. Y aprendió, desde luego. Ahora nota­ba que aquellas viejas lecciones surtían efecto de nuevo, mientras la sangre fluía por sus extremidades, se le tensaban los muslos, se quedaba sin aliento y estiraba el cuello, apun­tando al techo con la barbilla.
Pensó en Daniel, que la tenía embobada: su cabello ru­bio y corto, sus rasgos severos que contrastaban con aque­lla incongruente sonrisa infantil, sus hombros, su espal­da, su pecho con la cantidad exacta de vello, sus manos y piernas de contornos delicados pero viriles, sus nalgas per­fectas.
Se imaginó tendida en la playa, bajo el sol, notando el calor en la piel y el tacto de él, sudoroso, salado y delicio­samente arenoso. Se imaginó que, en un coche, él le aca­riciaba el cuello con la mano y la atraía hacia sí con una avi­dez inequívoca. Se imaginó que, en la cama, él le besaba el vientre, la lamía entre las piernas, se colocaba sobre ella y se abría paso hacia su interior.
Daniel, Daniel, aquel hombre a quien había llegado a conocer más íntimamente que a cualquier otro en su ya de­masiado larga vida, aquel hombre que la había hecho correrse una y otra vez, tal como se estaba corriendo ahora pensando en él.
Y todo lo que sabía de él lo había averiguado hurgando entre sus cosas: su correo, sus cajones, sus armarios, sus li­bros, sus CD, sus mensajes de correo electrónico, sus fotos. Sus bolsillos. E incluso, muy de cuando en cuando, por más que detestaba admitirlo, su basura. Obviamente, sabía que eso estaba mal, que constituía una violación del código éti­co de los paseadores de perros, cuyas funciones se reducen a entrar, agarrar al perro y salir. Pero en cuanto dio el pri­mer paso por aquel vestíbulo prohibido, en cuanto echó el primer vistazo no autorizado al interior del armario de la cocina, en cuanto abrió furtivamente el primer cajón, quedó enganchada sin remedio. ¿Cuándo había fisgoneado por primera vez? Recordaba que de niña había hecho alguna vez de canguro y había rebuscado vete a saber qué en los cajones. Y cuando encontraba algo que no debía (joyas escondidas, un diafragma, un consolador, una revista porno), la invadía una sensación de satisfacción y vergüenza a partes iguales. Y, con todo, era incapaz de detenerse.
¿Y qué iba a detenerla? Alguien que come demasiado ve a una persona obesa y piensa: ése podría ser yo. Alguien que a menudo bebe demasiado se identifica con un alcohó­lico: que no termine así, por el amor de Dios. Uno se reco­noce a sí mismo en otra persona que ha cruzado la línea porque es consciente de lo cerca que está de acabar igual. Pero por lo que respecta al fisgoneo, Nina había saltado la verja de su patio, había abandonado el vecindario y se ha­bía adentrado sin vacilar en regiones desconocidas. Porque fuera de contexto, sin punto de referencia, sin algo con lo que compararte, las fronteras son mucho más ambiguas. Todo depende de lo bien o mal que funcione la brújula mo­ral de cada cual, ¿no es cierto? ¿Son los campos magnéticos terrestres lo bastante fuertes como para desviarte al norte cuando quieres ir al este? ¿Y qué tenía de malo ir al este? ¿Y si sólo ibas una vez? ¿O dos? ¿Te perderías sólo por apartarte del camino marcado y entrar en un dormitorio o un baño, únicamente por unos instantes?
Y luego está la cuestión de la mala conducta. La veía cada día en cien formas distintas en casi cada apartamento en el que entraba. Perros desatendidos, perros que recibían mejor trato que los hijos y perros maltratados como, bue­no, como perros. Esto le proporcionaba a Nina un cierto punto de referencia. ¿Cuán mala era ella en comparación con los desconsiderados dueños de los perros? ¿La maldad de los demás justifica la nuestra? Metida en la bañera, Nina pensó que tal vez se estaba volviendo peor que los cabrones cuyos perros paseaba.
De pronto oyó que se abría la puerta. «Oh, Dios mío», pensó. Se levantó precipitadamente, provocando una ola que se desplazó hasta la parte delantera de la bañera y re­trocedió, casi hasta salpicar el suelo. Nina intentó aplacarla tontamente dando palmaditas a la superficie. La cola del perro comenzó a golpetear el suelo. Él también lo ha­bía oído.
—Sid, chsss —susurró Nina.
Sacó el tapón de la bañera y se levantó; tomó una toalla del colgador y pegó la oreja a la pared como si fuera a per­cibir algún sonido, a través del tabique, del dormitorio principal y del vestíbulo. El perro, nervioso, se puso a andar de la bañera a la pared y de la pared a la bañera, repi­queteando con las uñas sobre el suelo de madera, ladeando la cabeza al pasar junto a la puerta, como para oír mejor lo que ocurría, y gimiendo como si llorase pidiendo ayuda.
—Chsss. Por favor, Sid, calla. Quieto. Siéntate, por Dios.
Recogió su ropa y comenzó a vestirse.
El sonido de unas llaves que alguien dejaba caer sobre la mesita de la entrada. Luego, pisadas por el pasillo.
«Oh, mierda —pensó Nina—. ¿Qué hora es?» Encon­tró el reloj en el lavabo y vio que eran casi las cinco. Cielo santo; se había quedado allí demasiado tiempo. El corazón le latía tan deprisa que temía que el intruso lo oyese.
Un cajón se abrió y se cerró. Unas monedas tintinearon sobre la cómoda. El ordenador se puso en marcha.
Él estaba en el dormitorio.
Sid, frenético, arañaba la puerta con las patas. Nina se le echó encima y lo inmovilizó, rodeándole el lomo con un brazo en lo que parecía la posición inicial de un combate de lucha grecorromana, y manteniéndole el hocico cerrado con la otra mano. Pese a sus esfuerzos, el animal soltaba al­gún que otro gemido. A ella sólo le quedaba rogar a Dios que el sonido no traspasara la robusta puerta de madera de cerezo, cosa que parecía bastante improbable porque ella oía todo lo que sucedía al otro lado.
Alguien se sentó en la cama, unos zapatos cayeron al suelo; crujir de ropa. Pasos. El «clic clic clic» del teclado del ordenador.
Un gañido de Sid.
Sin duda Daniel lo oyó, porque dejó de teclear. Nina contuvo la respiración, intentando interpretar aquel silencio.
—¿Sid? —preguntó Daniel.
Sonó un golpe en la puerta. Y luego:
—Eh, ¿dónde está mi pequeño? —gritó Daniel—. ¡Sid! ¡Siddhartha!
Y de pronto el perro del demonio se levantó y comenzó a gemir y a rascar el suelo, intentando soltarse de los brazos de Nina.
—Sid, por favor —suplicó ella.
—¿Sid? ¿Estás ahí, pequeño?
Daniel se encontraba ante la puerta del baño.
«Oh, Dios —pensó Nina—. ¿Así es como voy a conocerlo?»
—Por favor —susurró. Y cuando entornó la puerta pa­ra dejar salir a Sid, un empujón la abrió desde el otro lado.
—¿Pero qué…? ¿Quién eres tú?
—Hola.
Quizá fuera porque nunca lo había visto en persona, pero él le pareció particularmente atractivo ahí de pie, con aquellos bóxers.
—¿Te conozco?
—Ya me iba —dijo ella.
—¿Eres Nina?
—Es que fuera hacía tanto calor que he bebido mucha agua y he tenido que ir a mear. Al lavabo, quiero decir. No te importa, ¿verdad?
Notó que él la observaba fijamente y esperó que no le chorreara el pelo y que se hubiera acordado de subirse los pantalones, bajarse la camiseta y secarse la cara.
Le tendió la mano.
—Encantada de conocerte. —Y recogió su mochila.
Daniel la miraba de reojo, incrédulo. Tenía los ojos mucho más oscuros de lo que ella había imaginado. Se le de­rretían las rodillas al ver aquellos ojos subrayados por unas sombras oscuras, como si estuvieran cansados y rendidos, como si hubieran visto mucho más de lo que su propietario admitiría jamás.
—Claro, no pasa nada. Pero hay uno en la entrada, al otro lado del vestíbulo. Es el de los invitados, ¿vale?
Tenía el cabello más claro que en las fotos. Y los hombros más anchos. Era como si las fotografías le hubieran quitado el brillo y lo hubieran empequeñecido. Allí, en persona, parecía más corpulento, vital, ágil y moreno, tenía más pre­sencia. Una cicatriz le surcaba la barbilla, y se le formaba un hoyuelo en la mejilla izquierda cuando sonreía.
—Desde luego. Lo siento. Es que… —Y, haciendo ade­mán de retirarse, se acercó ligeramente a el, olisqueando su delicioso aroma. Echó un vistazo a la cama, al edredón desarreglado y arrugado sobre el que se había sentado. «Quien fuera ese edredón», pensó ella.
Pero Daniel levantó la mano.
—¿Y ese pelo?
Extendió el brazo para tomar varios mechones entre sus dedos, y ella no pudo evitar fijarse en que los tenía largos y huesudos. Nina se rió.
—Sí, es de la humedad. —Como él no le quitaba los ojos de encima, ella exhaló un suspiro—. Me quedan hechos un desastre.
Él la contempló de arriba abajo, con recelo. Intentando no desmayarse, ella le devolvió la mirada, sacudió la cabe­za y consultó su reloj.
—¡Huy! Bueno, me tengo que ir —dijo. Y paseando la vista por aquel rostro, aquella cicatriz, aquellos ojos, aque­lla boca, la curva del cuello y de los hombros, añadió, muy despacio—: Me encanta… tu perro.
Antes de que él pudiera responder, Nina dio media vuel­ta, salió de la habitación y recorrió la mitad del pasillo. No fue hasta entonces que Daniel reparó en la toalla tirada en el suelo.
—¡Oye, Nina! —la llamó.
Pero la puerta se cerró y ella ya estaba fuera. No tuvo que esperar el ascensor y, en cuanto éste llegó a la planta ba­ja, cruzó a la carrera las alfombras persas, pasando junto a los bancos y las sillas de época bajo la araña de luces y se fue derecha hasta donde estaba el octogenario portero.
—Pete, ¿que ha pasado?
—No me ha dado tiempo —respondió.
—Hombre, Pete…
—La señora Gold quería que la ayudara con unos pa­quetes, el cartero estaba aquí y los gemelos Butler estaban trepando por la… Lo siento, Nina; sabes que haría cualquier cosa por ti.
Nina sonrió.
—¿Por mí? ¿O por éstos? —Hurgó en su mochila y le tendió a Pete una caja de cacahuetes cubiertos de chocola­te, tal como había hecho durante el último mes cada vez que sacaba a Siddhartha a pasear y pasaba un poco de tiempo extra en el apartamento—. ¿Nos vemos mañana?
—Pero debes procurar no tardar tanto —le advirtió Pete.
—Ya lo sé.
Una vez fuera, ella pudo volver a respirar. El cielo tenía un tono naranja pálido y lavanda, y el sol se preparaba pa­ra el descenso, proyectando sombras sobre aquel día tan extraordinario. Había faltado poco, pensó Nina de camino a su casa, pero, oh, Dios, había valido la pena.

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