sábado, 14 de noviembre de 2009

...Sabado...Asuntos de Biblioteca...La Paseadora De Perros......Capitulo dos...Leslie Schnur....




Cuando entró en su apartamento, Nina estaba sin aliento. No sólo porque acababa de encontrarse cara a cara con Daniel, ni porque había estado a punto de pillarla en su ba­ñera y por poco se había metido en un buen lío, ni tampo­co porque quizá lo había perdido para siempre a causa de su propia torpeza, sino también porque vivía en el ático de un edificio de cinco plantas sin ascensor. Por muchas veces al día que subiera y por muy en forma que estuviera, el esfuerzo siempre la dejaba baldada.
Sam, el mejor perro del mundo, se abalanzó hacia ella en cuanto abrió la puerta. Nina le rascó la cabeza y se aga­chó para acercar la boca a su hocico. Ella lo besó; él la lamió. Sam la siguió, pisándole los talones, mientras ella dejaba caer sobre la mesa la mochila, el correo que acababa de recoger en el vestíbulo y las llaves, y abría la nevera pa­ra servirse una copa de vino. Blanco, muy frío, nada menos que un Chardonnay, tan denso y espeso que prácticamente se le pegaba a los dientes.
Él se sentó, jadeante, esperando un gesto de ella, que tomando pequeños sorbos de su bebida, puso la banda sono­ra original del musical de Broadway South Pacific. A veces era cínica, sí. Podía ponerse brusca cuando se impacientaba con la gente, cosa que sucedía a menudo. Pero era román­tica, siempre. Y aunque sabía que la gente la habría tachado de anticuada por ser una apasionada de los viejos musica­les de Broadway (Rodgers y Hammerstein, Lerner y Loewe, incluso Sondheim, pero nunca la mierda sensiblera y popera de Andrew Lloyd Weber), no podía evitarlo; hablaban su lenguaje, la conmovían y la hacían llorar (no es que hacerla llorar fuera difícil: a veces bastaba con un anuncio de televisión para que se le saltasen las lágrimas). Pero ¿cómo po­día alguien no emocionarse con la versión de Some Enchanted Evening cantada por Ezio Pinza?
Entonces se sentó a su mesa de comedor/escritorio/área de trabajo/mesa de dibujo, colocada en el centro de su diminuto apartamento, y encendió la lámpara fluorescente con lupa que había comprado para ver mejor aquellos agu­jeritos. Ahí era donde se pasaba horas y horas cada día (siempre que no estaba paseando a los perros, o con un hom­bre, o tomando un café con una amiga, o dándose un estú­pido baño), trabajando en aquellas ridículas estructuras (y no esculturas, ya que le parecía demasiado pretencioso llamarlas así) hechas de objetos pequeños (cuanto más diminutos, mejor) que encontraba en las calles de Nueva York. Los mejores eran los abalorios, porque ya tenían agu­jero. Los botoncitos también le venían bien. Los trozos de cristal, de plástico e incluso las piedras eran aprovecha­bles, pero sólo si podía perforarlas con su taladradora Black & Decker y sus brocas de acero rápido con punta de carbu­ro. Sólo las de 0,8 milímetros servían para el cristal; lo había aprendido al cabo de un doloroso y accidentado proceso de experimentación (su mejilla había tardado dos semanas en curarse de aquella esquirla que había saltado). Entonces las ataba con alambre al que daba forma, enroscándolo y anu­dándolo para crear adornos colgantes de hasta dos metros cuarenta de largo (la altura de su techo) compuestos de miles de piececitas rotas, encontradas y cortadas. En ese momento había colgadas en torno a ella seis de esas obras maestras, semejantes a las increíbles esculturas de Calder o a aquellos ob­jetos que vio en una exposición en la Outsider Art Fair del Puck Building, en el Soho. Allí, los presos y los internos de los psiquiátricos vendían sus obras por miles de dólares. Al­gún día, tal vez ella seguiría sus pasos, pensó mientras recogía un abalorio del cubo rojo de encima de la mesa y lo ensarta­ba en el único alambre libre de la pieza en la que trabajaba. Es decir, tal vez vendería alguna estructura. No tenía la menor intención de acabar en la cárcel. O en el manicomio.
Su apartamento constaba de un dormitorio con apenas espacio suficiente para una cama, una cocinita y un baño. Además, claro, de otra cosa: tenía una terraza de doscientos cincuenta metros cuadrados, con vistas al parque. Y eso, aparte de Sam, era lo que la mantenía con vida. Y cuerda. Por así decirlo.
Había conseguido hacerse con aquel apartamento y con aquel milagroso espacio exterior gracias a una combina­ción macabra de circunstancias y a un poli guaperas. En po­cas palabras: justo después de su divorcio se había mudado al apartamento de abajo, y en el ático en lo que ahora era su casa vivía un tipo al que había visto una o dos veces en la escalera. Vestía totalmente de negro, estaba recubierto de espeluznantes tatuajes como un hechicero negro, llevaba anillas en las orejas, las cejas, los labios y Dios sabe dónde más, y cada noche ponía Sympathy for the Devil de los Stones a tal volumen que en el piso de Nina temblaban las paredes. Los bajos, sin duda al nivel máximo de decibe­lios, atronaban de tal modo que Sam se ponía a perseguir su propia cola en una especie de frenesí hiperactivo y Nina se quedaba despierta en la cama, con la vista clavada en el techo, incapaz de dormir y demasiado asustada para mo­verse. Cuando el cansancio vencía al miedo, golpeaba el techo con el mango de una escoba y se quejaba al presidente de la escalera y a su casero. Pero el disco del demonio no dejaba de girar.
De modo que una noche, cuando ya hacía un mes que se repetía cada noche la misma escena, cuando Nina ya se sabía la canción del derecho y del revés, y podía cantar a coro con Mick (imaginando sus labios, aquellos labios), se le­vantó de la cama, subió al piso de arriba y aporreó la maldita puerta. Por favor, permíteme que me presente. No hubo respuesta. ¿Cómo diablos iba el a oírla aunque qui­siera? Nina regresó su apartamento y redactó la siguien­te nota:

Querido vecino,
Es muy desconsiderado por su parte poner la músi­ca tan fuerte. No me deja dormir, y aunque le he pedido muchas veces que baje el volumen, no me ha hecho nin­gún caso. Por favor, por favor, baje la música o me veré obligada a llamar a la poli.
La vecina de abajo

La llevó al piso de arriba y la pasó por debajo de su puer­ta. No habían pasado ni cinco minutos cuando recibió esta misiva como respuesta:

Querida zorra,
Satán no duerme para nadie. Muerte a los no creyen­tes. ¿Acaso crees que vas a ser perdonada? ¿Acaso crees que Satán no sabe quién eres? Deja ya de joder.
Mensajero satánico

Nina llamó a la poli. Encontraron cincuenta gramos de hachís en el congelador del tipo y lo arrestaron. Nina consiguió su apartamento, aunque para ello necesitó la ayuda del poli guaperas, el del culo prieto y bigote, detalle éste que le perdonó temporalmente porque era un poli (cómo iba a saber él qué estaba bien y qué estaba mal). Además, tuvo que pagarle cinco mil dólares en efectivo al casero. Más tarde, aquel poli guaperas le había lamido las corvas, le había besado la parte interior de los codos y le había hecho el amor sobre los ladrillos de su nueva terraza hasta que no pudo soportar más la negativa de ella a liarse con él, inclu­so a hablar con él. Para Nina fue la perfecta aventura posdivorcio: en su casa, según sus reglas, sin hablar y con mucho sexo. Además, era consciente de que aquello se acabaría en el preciso instante en el que el bigote cobrase importan­cia. Para su sorpresa, eso tardó dos meses en ocurrir.
Nina hizo un nudo en el alambre, se puso de pie y re­trocedió un paso para contemplar el resultado. «Me voy acercando», se dijo. Decidió llamarlo Paseando a los perros, porque así era cómo obtenía la mayor parte del material. Sí, era perfecto. Apagó la lámpara, agarró su copa de vino y salió a la terraza. Sam la siguió pacientemente, pero en cuanto llegaron a la puerta de cristal estaba ya hasta la co­ronilla, negra y peluda, y no pudo contenerse más: tenía tantas ganas de salir que le propinó a Nina un empujón pa­ra apartarla de en medio y por poco la hizo tropezar. No brillaban estrellas en la negrura absoluta del cielo, pero el paisaje estelar de Nueva York, resplandeciente en aquella noche de verano le recordó a la Vía Láctea. Llegaba hasta sus oídos la música de dentro. Eres más joven que la pri­mavera. Se echó en una vieja tumbona de teca, astillada por años de sol, lluvia y nieve. Había estado pensando en conseguir muebles de exterior nuevos, pero aquella noche le daba igual. Al echar una ojeada alrededor le entró el mismo arrebato que cuando vio aquel lugar por primera vez. ¿Hasta dónde podía llegar la suerte de una chica? ¿Y qué si estaba obsesionada con un extraño que no la consideraba más que una paseadora de perros chalada (y tenía que admitir que en eso se había convertido)? ¿Cómo se le ocurría abusar así de su hospitalidad? Bueno, en realidad él no le había ofre­cido su hospitalidad; ella simplemente se había quedado demasiado tiempo en su casa, y ya está. ¿Y qué importaba que ella viviese en un apartamento del tamaño de una caja de zapatos? ¿Y qué si no tenía novio, ni perspectivas de acostarse con alguien, sobre todo ahora que había dado al traste con cualquier posibilidad de conquistar a Daniel, el hombre de sus sueños? Ángel y demonio, cielo y tierra, estoy contigo. Exacto, pero todo cuanto tenía era eso; ese espacio, ese cielo, esa vista, ese perro, esa copa de vino.
Vive en el aquí y el ahora, se decía diez veces al día, cada día. Vive en el aquí y el ahora.
No funcionaba.
Se levantó y despertó a Sam de su siestecita, dirigió por última vez la mirada al otro extremo del parque, hacia el este, admirando las luces de los lujosos apartamentos de la Quinta Avenida y del puente que se encontraba más allá, preguntándose qué cenas de gala debían de estarse cele­brando en aquella ciudad tan grande y maravillosa esa misma noche. Estaba convencida de que cada noche la gente organizaba fiestas o acudía a ellas. Fiestas caracterizadas por sus manjares deliciosos, su buena música y su cálida ilu­minación. En ellas la gente mantenía conversaciones diver­tidas, acaloradas e intelectualmente estimulantes. Los in­vitados hacían nuevos amigos y contactos, presumían de lo que sabían de Oriente Próximo, del reciente descubri­miento de otro sistema solar o de la retrospectiva de Schnabel en el Whitney. Hablaban de sus viajes a España y de se­xo. Reían, discutían, establecían nuevas alianzas y reforzaban los viejos lazos.
Nina no había asistido a una cena así desde hacía años. Y no conocía a nadie que diera cenas, al menos a nadie que la invitara.
Esas cenas a las que no la invitaban representaban todos los deseos de Nina, todos los sentimientos que la llevaban al borde del derrumbe, todas aquellas cosas que faltaban en su vida (alguien a quien querer, alguien que la quisiera y la apreciara, que la adorase). La vida que llevaban las otras personas valía la pena no sólo porque eran amadas, sino también porque eran dignas de ese amor.
Nina soltó un suspiro, entró en casa, se desnudó y se puso una enorme camiseta de UCLA que le había enviado Claire. Se cepilló los dientes y se pasó la seda dental, se lavó la cara y se puso crema hidratante, un rito que cumplía cada puñetera noche aun a sabiendas de que no servía de na­da, de que eran su herencia genética, el clima y su sonrisa (con sus arrugas, hoyuelos y demás) lo que determinaría el futuro de su rostro. Después se acurrucó bajo las sábanas.
No encontraba una posición cómoda. Jesús, ¿iba a ser otra de esas noches? Sam yacía en su lugar habitual, ocu­pando el espacio que correspondía a los pies de Nina, quien se veía obligada a acostarse en diagonal. Tenía la cabeza lle­na de listas de todo tipo: lista de la compra, de recados que debía hacer, de lugares a los que quería ir y de hombres con los que se había acostado.
Esta última era una lista que le gustaba porque el núme­ro siempre variaba. Siempre tenía un nombre en la punta de la lengua, o le venía a la mente una experiencia que recor­daba perfectamente o que, bochornosamente, había olvidado por completo. Sin duda, hay cosas que uno prefiere ol­vidar. Como aquel profesor de ciencias políticas de Columbia que conoció en un acto de recaudación de fondos para el Partido Demócrata; él le aseguró que se había dejado la cartera en casa, de modo que le pidió que lo acompa­ñase allí, le indicó que se sentara en el sofá mientras iba al dormitorio a buscarla y salió en pelota picada. Ella, algo cachonda y víctima de una estupidez cobarde, se rió. Y des­pués se acostó con él. Luego se enteró de que no era la pri­mera vez que aquel profesor recurría a ese mismo truco para ligarse a quienes él denominaba las «ingenuas niñitas demócratas». Y hacía justo unas horas, Nina había leído un artículo suyo en la sección de opinión del New York Times en el que manifestaba su apoyo al candidato conservador a la Corte Suprema y justificaba su giro a la derecha. Y hacía unos días, al observar los intentos de King (el perro más necesitado de Ritalin que jamás había visto) por montar a Sadie, la basset cuyas orejas o se arrastraban por el suelo o se agitaban en el aire si soplaba el viento, le vino a la me­moria un nombre: Dick, aquel dentista que había estado ca­sado tres veces, siempre con una dentista. Se había olvidado totalmente de que había salido con él hasta que, por alguna misteriosa razón, se acordó en aquel momento con­creto. Tal vez era porque él prefería aquella posición, aunque no estaba segura.
A quien no había olvidado, ni por un día, ni en el menor de los detalles, era al único hombre, aparte de su ex, de quien había creído estar enamorada. Lo había conocido en la universidad, y su idilio había durado seis semanas. Se llamaba Jack Schreiber, era un artista y poseía un encan­to absolutamente embriagador. Nina había vivido con él una historia ardiente e intensa, con mucho sexo y marihua­na, muchas horas dedicadas a filosofar, reír y soñar, con aquella sensación de saber que estaba perdida. Y de pronto, una noche, él no quiso mirarla a los ojos, le volvió la cara cuando ella le habló y regresó con su novia. Y Nina se quedó sola otra vez. Sus esperanzas se vinieron abajo de golpe. ¿Cómo podía algo tan hermoso y apasionado terminar de forma tan repentina y definitiva? ¿Cómo era posible que aquellos besuqueos junto a una pared de ladrillo en la os­curidad de una calle desierta se terminaran abruptamente, como si nunca hubiera existido? Era como si la Tierra hu­biese dejado de girar de golpe, sin más, sin que una fuerza benigna la hubiera frenado poco a poco para que todos los habitantes pudieran prepararse para el final. Nina no esta­ba preparada, de modo que salió despedida por los aires. El aterrizaje fue duro y le dejó el trasero dolorido.
Fue Claire quien le reveló la verdad: nada garantizaba que las relaciones más tórridas, ni siquiera las más entraña­bles, durasen para siempre.
«¿Y qué narices significa eso?», se preguntó Nina, sen­tada en la cama, apartando las sábanas. Sam irguió la cabe­za, la miró por unos instantes y luego continuó durmiendo. La teoría de Claire se oponía completamente a todo lo que Nina sabía sobre el amor, que no era mucho. Joder, si el amor no era profundo, ¿qué lo era? Nina ya conocía dema­siado bien la superficialidad, principalmente la de su ex. Su vida en común consistía en acudir a estrenos de películas y fiestas, y discutir sobre política, arte, novelas y música, y sobre los pros y los contras de comer tempeh crudo. Mi­chael era ante todo un hombre apasionado, pero sólo de sus propios intereses. Y era brillante; él mismo se lo había dicho. Pero la comunicación emocional entre él y Nina no existía. Él apenas le ponía la vista encima, como si reconocer su existencia fuera indigno de su mente Mensa. Practicaba un sexo de manual, literalmente, ya que él consultaba libros de sexo para asegurarse de que su actuación mereciese siempre un diez. Su relación era tan profunda como un charco. Ella había creído que lo amaba y sus motivos no eran del todo estúpidos: amaba su inteligencia, su curiosidad y lo que representaba: ¡era un director de fotografía! ¡Un artiste! ¡Un intelectual! ¡Un hombre de aspecto deslumbrante ob­sesionado con el estilo de vida alternativo! Pero entre ellos no había química, eso que se da por supuesto cuando lo tie­nes y que cuando te falta no te deja vivir.
Amor, como el de las canciones, como cuando en West Side Story María le canta a Tony, Tú, tú eres lo único que veo para siempre. Un amor vertiginoso y mágico, inexplicable, que nace de algún lugar recóndito y desconocido de uno mismo; eso era lo único que ella quería.
Por lo menos no estaba tan desesperada como parecían muchas mujeres solteras de su edad. Ella había estado casada, ya había pasado por allí. No tenía que avergonzarse de que nadie la hubiera querido lo suficiente, por lo menos a su modo, para dar aquel gran paso. Además, no detesta­ba tanto su soledad; lo que sentía era una angustia más abs­tracta, miedo a que tal vez el futuro no le deparase un amor como el que ella había soñado.
Finalmente Nina se durmió y tuvo uno de sus sueños que se desarrollaban en un vagón de metro, con destino desconocido, pero abarrotado. Ella llegaba tarde y la ator­mentaba la sensación de haberse dejado algo importante en el andén de la estación.

martes, 10 de noviembre de 2009

domingo, 8 de noviembre de 2009

Entradas Nocturnas...En asuntos de biblioteca....La paseadora de Perros....Capitulo 1....Leslie Schnur....

Medio fisgona, medio soñadora, Nina Shephard, una paseadora de perros de Manhattan, tiene ya unas cuantas vueltas a la manzana a sus espaldas, por así decirlo. Su trabajo le brinda  una gran oportunidad: las llaves de los apartamentos de sus clientes, y con ellas la tentación de saltarse las barreras morales y acceder a sus vidas







Nina Shepard estaba enamorada de un hombre a quien no conocía. Perfecto, se dijo, mientras tomaba un baño re­lajante, aquella bochornosa tarde. Sólo de pensarlo Nina soltó una de esas carcajadas guturales tan suyas. Por lo ge­neral, la traía sin cuidado el debate sobre si la ironía había muerto o no, pero por lo menos ahora sabía de qué lado estaba.
Resultaba gracioso que supiese más de un hombre a quien no conocía que de todos los que sí había conoci­do juntos. Sabía que leía libros. Sí, de acuerdo, eran del estilo aventura-trágica‑en‑el‑Everest‑en‑la‑Antártida‑en‑Krakatoa‑con‑tiburones‑y‑con‑fuego‑basada-en‑hechos‑reales que estaba tan de moda. Desde luego, eran novelas testosterónicas (expresión que Nina había acuñado en respuesta a la expresión «novela rosa»), pero por lo menos se trataba de libros y no sólo de las revistas de deportes y ne­gocios que la mayoría de hombres consideraba «lecturas». Sabía que escuchaba música tanto de Mozart como de Lenny Kravitz; ninguno de los dos era el favorito de Nina, Mozart por estar totalmente sobrevalorado y Lenny por poco original y blandengue, pero ella apreciaba la ampli­tud de criterio. Sabía que él asistía regularmente a conciertos de jazz e incluso a ver alguna obra de Broadway de vez en cuando; que mantenía una relación aparentemente cor­dial con sus papás; que tenía un perro adorable, si bien debía perdonarle (y se lo perdonaba, aunque se lo había tenido que pensar bastante) que, en vez de recogerlo de una perrera, se lo hubiese comprado por Dios sabe cuánto a un criador; que había estudiado en la Universidad de Penn y que trabajaba en un importante bufete de abogados —esto le daba un poco de grima a Nina, aunque por otra parte él cobraba un sueldo endemoniadamente bueno para un tío de treinta y dos años recién cumplidos—; que le gustaba es­quiar, ver partidos de béisbol por la tele y jugar al póquer cada miércoles por la noche con amigos de ambos sexos; que iba a correr a Central Park cinco días a la semana, y que pasaría las siguientes vacaciones haciendo rafting en el río Bio Bio, en América del Sur; que todo ese ejercicio le había proporcionado un aspecto curtido de lo más atractivo, sexy y masculino; que tenía una nariz peculiar; que votaba a los demócratas y hacía generosos donativos a muchas organi­zaciones benéficas y progresistas, desde la Asociación por los Derechos Civiles hasta la Fundación para los Sin Techo; que era católico no practicante, aunque la Navidad era im­portante para él, tanto que el año anterior había empezado a comprar los regalos en septiembre; que era metódico y se­rio, y, en definitiva, que, salvando un par de imperfecciones menores, era la personificación de todos sus deseos.
Ahora sólo le faltaba conocerlo.
Había sido uno de esos días calurosos de verano en Nue­va York en que las basuras se cuecen y apestan de tal forma que Nina había tomado una vez más la determinación de que, independientemente de lo pobre o rica que estuvie­ra, de si tenía mucho o poco trabajo, de si estaba liada con alguien (mucha suerte iba a necesitar) o no, pasaría el verano siguiente tumbada en una playa de California, respirando el aire puro del mar y bebiendo una Coronita a morro. Con lima. Y sólo estaban en junio, por Dios. En agosto aquello sería como el desierto de Mojave, pero en húmedo. Nina se compadecía a sí misma y, al mismo tiempo, estaba indignada por compadecerse.
Como de costumbre, el panorama no era muy alentador para Nina.
En cualquier caso, tenía la sensación de que se merecía más que nadie aquel baño, perfumado y con burbujas, que tan decadentemente estaba tomando esa tarde de martes a las cuatro. Había terminado los paseos de la mañana y de la tarde, y devuelto el último perro a su casa, de modo que fi­nalmente disponía de algo de tiempo para sí. Con la cabeza apoyada en el borde de la bañera, dejó que su mente flotara junto con su pelo que, como el de una sirena, oscilaba len­tamente sobre la superficie del agua. Si tuviera aletas en lu­gar de piernas, podría nadar libre, plácidamente y sin perros hasta aquella lejana costa californiana, donde conocería a un peligroso pirata que la convertiría en una mujer de verdad y la mataría a polvos, le leería poesía y le acariciaría la cara con sus hermosas manos, y los dos vivirían felices pa­ra siempre en una choza que habrían elegido porque podían vivir donde quisieran ya que serían asquerosamente ricos gracias al botín que él habría arrebatado a un malvado dic­tador, cuya muerte habría devuelto la libertad a todos los habitantes del país, o sea que no sería grave.
A sus treinta y cinco años, a Nina le gustaban sus pier­nas. Llevaba ya un año paseando perros, por lo que, aunque seguía teniéndolas cortas, estaban en buena forma, fuertes, torneadas y bronceadas. Tomó la esponja de la caja japonesa de listones de madera, se las frotó y notó que sus extre­midades volvían a la vida. Se friccionó las caderas, los brazos, el cuello y los hombros, con lo que consiguió relajar sus cansados músculos, y se masajeó la piel tal como le ha­bía indicado aquella zorra de Bloomingdale's que le había preguntado, con gran incredulidad: «Pero ¿es que aún no te exfolias?» La de cosas que no sabía.
Apenas el día anterior había ido a la Town Shop de Broadway, una especie de santuario para su amiga Claire, a comprar un nuevo sujetador para aquellos pechos suyos que, ahora mismo, sobresalían de la espuma, levantados y separados por el agua, con un aspecto de lo más respingón y adorable. El cuerpo de Nina, según decían, gustaba mucho a los hombres, pero tener pechos grandes exigía llevar un señor sujetador. Claire usaba unos de la talla 90, de esos apretados y monos. Comprar sujetadores le resultaba fácil, y siempre encontraba un tanga a juego, porque las mujeres como Claire se visten así. O no se visten, según se mire. Nina no llevaba tanga por principio. Era una firme convencida de que una se pone bragas para taparse el culo, no para que de­saparezcan entre las nalgas.
—Así no se ve la raya de las bragas —le había explicado Claire.
—Pero es que yo quiero que se me vea —había replicado Nina—. Quiero ser consciente de que llevo bragas. Y quie­ro que los demás sepan también que las llevo. Es un pensa­miento que me reconforta. Y sabe Dios que reconforta a mi madre. Si no quieres que se te vea la raya de las bragas, ¿por qué te pones bragas? Con el tanga es como si llevaras algo, o a alguien, metido en el culo.
—El tanga es sexy.
—El tanga es una estupidez.
No mencionó que preferiría pegarse un tiro a someterse a una de aquellas depilaciones brasileñas a la cera que por lo visto eran un requisito imprescindible para llevar tanga. ¿Cuándo habían decidido las mujeres de su edad que tener un cuerpo sin un solo pelo, salvo en una estrecha franja vertical, era una necesidad cultural? ¿Sería que al bordear los cuarenta años les entraban ganas de aparentar cuatro?
En Town Shop, a Nina la había atendido una esbelta mujer afroamericana de unos cincuenta y tantos años, con el cabello teñido de naranja y unas uñas de tres centímetros pintadas de rojo y rematadas con calcomanías de maripo­sas negras y doradas. En la muñeca llevaba una pulsera tin­tineante de la que colgaban varias llaves.
—Hola. Quiero comprar un sujetador —anunció Nina.
—Ven conmigo.
Dejó caer el brazalete en la palma de su mano y exami­nó con gran atención las llaves hasta encontrar la correcta, con la que abrió la puerta de un probador. Había etique­tas en el suelo, un par de sujetadores sobre una vieja silla de madera y un espejo al que no le habría venido nada mal un chorrito de Glassex.
—Quítate la blusa.
Nina esperó a que la mujer cerrara la puerta, pero ésta se quedó ahí quieta, esperando. De modo que Nina obedeció. En Town Shop no hay lugar para el recato.
—Cariño, usas una talla de sujetador equivocada. ¿Qué es eso, una 95? Dios santo, fíjate en lo grande que te viene. ¡Te sienta fatal!
Tiró de ambos lados y lo tensó por detrás.
—He llevado una 95 toda mi vida —aseguró Nina.
—Pues has llevado la talla equivocada durante todo ese tiempo, cariño. Quítate eso; te traeré algo.
Nina se lo quitó y esperó medio desnuda a que la ven­dedora regresara con media docena de sujetadores colgan­do del brazo, el mismo en el que llevaba la pulsera.
—Pruébate éste.
Sacó uno negro, lleno de lacitos y costuritas, justo del tipo que Nina más detestaba, y que por un momento se quedó enganchado en una de las llaves del Reino del Sostén.
—No es mi estilo —dijo Nina—. Busco algo más simple, liso.
—Lo que tú digas, cariño. Pruébate éste.
Le tendió uno beige, ligero y sin costuras. Mientras Nina se lo probaba, la mujer se quitó la pulsera de la muñeca, se la guardó en un bolsillo, apretó con aquellas manos de uñas largas los lados de los pechos de Nina y se los subió hasta que encajaron en la copa.
—Inclínate.
Nina se inclinó.
—Menéate un poco.
Nina se meneó.
—Ahora ponte erguida y echémosle un vistazo.
Nina se irguió.
—Bueno, este sujetador te queda bien, pequeña.
Y era cierto.
—¿Y de qué talla es? —preguntó Nina.
—Una 90. Esa es tu talla. ¿Quieres un tanga a juego?
Sí, era su talla. Y no, no quería. Nina se probó varios sujetadores más, eligió tres y se marchó de la tienda ma­ravillada de su ignorancia, especialmente respecto a sí misma. Cuando, a los treinta y cinco, descubres que has estado llevando sujetadores de la talla equivocada durante tantos años, te das cuenta de algo: no sabes demasiado de nada.
De momento, sin embargo, quería concentrarse exclu­sivamente en lo que sentía en aquel baño, en aquella ba­ñera, con aquella esponja. Con vigor, se frotó los talones, los empeines y los callos de los dedos. Aquellos pies que tantos problemas le daban, aquellos pies con unos puentes altos como el Empire State y anchos como el Atlántico, aquellos pies que tanto había castigado paseando perros y que tanta vergüenza y dolor le habían causado durante el último año.
Hacía un mes, en el podólogo, había recibido la última lección de lo poco que sabía sobre nada. Ahí estaba él, tan apuesto, tan masculino y, a la vez, tan delicado al tocarla. Había subido el asiento de su pequeño taburete médico con ruedas y había tomado el pie desnudo de Nina entre sus hermosas manos. Sus brillantes ojos azules se habían posado primero en su pie, luego en su rostro y finalmente en el pie de nuevo. «El príncipe ha encontrado a su Cenicienta», pensó ella. Tal vez le propondría matrimonio allí mismo, en aquel instante. Nina inspiró profundamente y sonrió.
Entonces él la miró a los ojos.
—Jamás había visto unos pies más zopos que éstos —aseguró con una sonrisa radiante.
Aunque Nina comprendió que bromeaba, más o menos, se sentía totalmente humillada por haberse dejado llevar por sus fantasías. Incluso semanas más tarde, tras haber desembolsado cuatrocientos dólares por unos zapatos ortopé­dicos que le levantaban el arco plantar y aliviaban su neuro­ma de Morton, se ruborizaba cuando le venía a la memoria lo que había pensado. ¿Cómo había sido tan ilusa de creer que aquellos pies podían inspirar algún sentimiento román­tico? Les echó un vistazo y se percató de que necesitaba una pedicura; por muchos disgustos que le acarreasen, merecían también un poco de mimo. Se rió de nuevo al recordar que, hacía unos años, Michael, su ex marido, un director de fo­tografía, libertario, vegetariano y experto en qigong, le ha­bía recomendado que acudiese al quiropráctico para que le tratase el dolor de los pies. Quizá sólo necesitaba un ajuste, le dijo. Se había quedado algo corto. Ella había aplazado la visita lo más posible, porque sabía cómo era la medicina alternativa en la que creía su marido, pero cuando finalmen­te aquel presunto doctor le recomendó una hidroterapia de colon, se limitó a responderle «no, gracias», y a Michael «ni hablar del peluquín». Eran sus pies los que necesitaban ayu­da, no su aparato digestivo. Luego resultó que su corazón también la necesitaba.
Pero no quería pensar en todo aquello. ¿Qué tenía que ver con el baño? Su corazón roto, sus deformes pies, sus piernas, sus pechos, su ex, el que siguió a éste, amor, sexo y lavados de colon: todo aquello le pasó por la mente mientras observaba el techo pintado a mano para imitar el aspecto del cobre oxidado y mientras ahogaba las burbujas echándoles agua con las manos. Se suponía que aquello resultaba relajante, que le permitiría vaciar la mente de la porquería cotidiana, pero ahí estaba, volviéndose loca. ¡Un baño! Te pones en remojo en tu propia mugre, el agua caliente se entibia, la espuma se convierte en una película jabonosa sobre la superfi­cie del agua y tu pensamiento divaga de forma incontrolada.
Y sin embargo… Dejó la esponja en su lugar y recogió un puñado de las pocas burbujas que quedaban. Aún relucían a la luz del atardecer que se filtraba por el cristal de la pequeña ventana, la única de todo el apartamento que no daba a Central Park. Era sólo uno de los detalles que no se podían pasar por alto en aquel baño, con sus elegantes acabados de madera de cerezo, sus paredes y suelo de piedra, su grifería de cobre, aquella mezcla yin‑yang de modernidad y anti­güedad, de dureza, frialdad y sensualidad. Varias fotogra­fías chinas de color sepia adornaban la pared situada frente al retrete y el bidé. Un bidé, el súmmum del lujo hasta que te pones a pensar para qué sirve. Incluso Sid, el lánguido braco de Weimar que yacía sobre las frías baldosas junto a la bañera, parecía sacado de un tratado de feng shui.
Nina abrió el grifo y se pasó el chorro por aquellos pe­chos talla 90, por el vientre, entre las piernas, y dejó que el agua corriera ahí, recordando su época en la universidad, cuando había aprendido a correrse haciendo eso. Ah, qué época; en ese entonces le sobraban tiempo y ganas de ejer­citarse (con un vibrador, un pepino, el mango del peine y el agua de la ducha, a veces con el estímulo de un porro o una copa de vino) en el arte del orgasmo. Ningún chico de die­cinueve años iba a tomarse la molestia, o sea que si no lo aprendías por tu cuenta, ¿quién iba a enseñártelo? Y si no lo aprendías entonces, ¿cuándo? Como Nina era una per­sona que se tomaba las cosas en serio, se entregó a aquella tarea con devoción. Y aprendió, desde luego. Ahora nota­ba que aquellas viejas lecciones surtían efecto de nuevo, mientras la sangre fluía por sus extremidades, se le tensaban los muslos, se quedaba sin aliento y estiraba el cuello, apun­tando al techo con la barbilla.
Pensó en Daniel, que la tenía embobada: su cabello ru­bio y corto, sus rasgos severos que contrastaban con aque­lla incongruente sonrisa infantil, sus hombros, su espal­da, su pecho con la cantidad exacta de vello, sus manos y piernas de contornos delicados pero viriles, sus nalgas per­fectas.
Se imaginó tendida en la playa, bajo el sol, notando el calor en la piel y el tacto de él, sudoroso, salado y delicio­samente arenoso. Se imaginó que, en un coche, él le aca­riciaba el cuello con la mano y la atraía hacia sí con una avi­dez inequívoca. Se imaginó que, en la cama, él le besaba el vientre, la lamía entre las piernas, se colocaba sobre ella y se abría paso hacia su interior.
Daniel, Daniel, aquel hombre a quien había llegado a conocer más íntimamente que a cualquier otro en su ya de­masiado larga vida, aquel hombre que la había hecho correrse una y otra vez, tal como se estaba corriendo ahora pensando en él.
Y todo lo que sabía de él lo había averiguado hurgando entre sus cosas: su correo, sus cajones, sus armarios, sus li­bros, sus CD, sus mensajes de correo electrónico, sus fotos. Sus bolsillos. E incluso, muy de cuando en cuando, por más que detestaba admitirlo, su basura. Obviamente, sabía que eso estaba mal, que constituía una violación del código éti­co de los paseadores de perros, cuyas funciones se reducen a entrar, agarrar al perro y salir. Pero en cuanto dio el pri­mer paso por aquel vestíbulo prohibido, en cuanto echó el primer vistazo no autorizado al interior del armario de la cocina, en cuanto abrió furtivamente el primer cajón, quedó enganchada sin remedio. ¿Cuándo había fisgoneado por primera vez? Recordaba que de niña había hecho alguna vez de canguro y había rebuscado vete a saber qué en los cajones. Y cuando encontraba algo que no debía (joyas escondidas, un diafragma, un consolador, una revista porno), la invadía una sensación de satisfacción y vergüenza a partes iguales. Y, con todo, era incapaz de detenerse.
¿Y qué iba a detenerla? Alguien que come demasiado ve a una persona obesa y piensa: ése podría ser yo. Alguien que a menudo bebe demasiado se identifica con un alcohó­lico: que no termine así, por el amor de Dios. Uno se reco­noce a sí mismo en otra persona que ha cruzado la línea porque es consciente de lo cerca que está de acabar igual. Pero por lo que respecta al fisgoneo, Nina había saltado la verja de su patio, había abandonado el vecindario y se ha­bía adentrado sin vacilar en regiones desconocidas. Porque fuera de contexto, sin punto de referencia, sin algo con lo que compararte, las fronteras son mucho más ambiguas. Todo depende de lo bien o mal que funcione la brújula mo­ral de cada cual, ¿no es cierto? ¿Son los campos magnéticos terrestres lo bastante fuertes como para desviarte al norte cuando quieres ir al este? ¿Y qué tenía de malo ir al este? ¿Y si sólo ibas una vez? ¿O dos? ¿Te perderías sólo por apartarte del camino marcado y entrar en un dormitorio o un baño, únicamente por unos instantes?
Y luego está la cuestión de la mala conducta. La veía cada día en cien formas distintas en casi cada apartamento en el que entraba. Perros desatendidos, perros que recibían mejor trato que los hijos y perros maltratados como, bue­no, como perros. Esto le proporcionaba a Nina un cierto punto de referencia. ¿Cuán mala era ella en comparación con los desconsiderados dueños de los perros? ¿La maldad de los demás justifica la nuestra? Metida en la bañera, Nina pensó que tal vez se estaba volviendo peor que los cabrones cuyos perros paseaba.
De pronto oyó que se abría la puerta. «Oh, Dios mío», pensó. Se levantó precipitadamente, provocando una ola que se desplazó hasta la parte delantera de la bañera y re­trocedió, casi hasta salpicar el suelo. Nina intentó aplacarla tontamente dando palmaditas a la superficie. La cola del perro comenzó a golpetear el suelo. Él también lo ha­bía oído.
—Sid, chsss —susurró Nina.
Sacó el tapón de la bañera y se levantó; tomó una toalla del colgador y pegó la oreja a la pared como si fuera a per­cibir algún sonido, a través del tabique, del dormitorio principal y del vestíbulo. El perro, nervioso, se puso a andar de la bañera a la pared y de la pared a la bañera, repi­queteando con las uñas sobre el suelo de madera, ladeando la cabeza al pasar junto a la puerta, como para oír mejor lo que ocurría, y gimiendo como si llorase pidiendo ayuda.
—Chsss. Por favor, Sid, calla. Quieto. Siéntate, por Dios.
Recogió su ropa y comenzó a vestirse.
El sonido de unas llaves que alguien dejaba caer sobre la mesita de la entrada. Luego, pisadas por el pasillo.
«Oh, mierda —pensó Nina—. ¿Qué hora es?» Encon­tró el reloj en el lavabo y vio que eran casi las cinco. Cielo santo; se había quedado allí demasiado tiempo. El corazón le latía tan deprisa que temía que el intruso lo oyese.
Un cajón se abrió y se cerró. Unas monedas tintinearon sobre la cómoda. El ordenador se puso en marcha.
Él estaba en el dormitorio.
Sid, frenético, arañaba la puerta con las patas. Nina se le echó encima y lo inmovilizó, rodeándole el lomo con un brazo en lo que parecía la posición inicial de un combate de lucha grecorromana, y manteniéndole el hocico cerrado con la otra mano. Pese a sus esfuerzos, el animal soltaba al­gún que otro gemido. A ella sólo le quedaba rogar a Dios que el sonido no traspasara la robusta puerta de madera de cerezo, cosa que parecía bastante improbable porque ella oía todo lo que sucedía al otro lado.
Alguien se sentó en la cama, unos zapatos cayeron al suelo; crujir de ropa. Pasos. El «clic clic clic» del teclado del ordenador.
Un gañido de Sid.
Sin duda Daniel lo oyó, porque dejó de teclear. Nina contuvo la respiración, intentando interpretar aquel silencio.
—¿Sid? —preguntó Daniel.
Sonó un golpe en la puerta. Y luego:
—Eh, ¿dónde está mi pequeño? —gritó Daniel—. ¡Sid! ¡Siddhartha!
Y de pronto el perro del demonio se levantó y comenzó a gemir y a rascar el suelo, intentando soltarse de los brazos de Nina.
—Sid, por favor —suplicó ella.
—¿Sid? ¿Estás ahí, pequeño?
Daniel se encontraba ante la puerta del baño.
«Oh, Dios —pensó Nina—. ¿Así es como voy a conocerlo?»
—Por favor —susurró. Y cuando entornó la puerta pa­ra dejar salir a Sid, un empujón la abrió desde el otro lado.
—¿Pero qué…? ¿Quién eres tú?
—Hola.
Quizá fuera porque nunca lo había visto en persona, pero él le pareció particularmente atractivo ahí de pie, con aquellos bóxers.
—¿Te conozco?
—Ya me iba —dijo ella.
—¿Eres Nina?
—Es que fuera hacía tanto calor que he bebido mucha agua y he tenido que ir a mear. Al lavabo, quiero decir. No te importa, ¿verdad?
Notó que él la observaba fijamente y esperó que no le chorreara el pelo y que se hubiera acordado de subirse los pantalones, bajarse la camiseta y secarse la cara.
Le tendió la mano.
—Encantada de conocerte. —Y recogió su mochila.
Daniel la miraba de reojo, incrédulo. Tenía los ojos mucho más oscuros de lo que ella había imaginado. Se le de­rretían las rodillas al ver aquellos ojos subrayados por unas sombras oscuras, como si estuvieran cansados y rendidos, como si hubieran visto mucho más de lo que su propietario admitiría jamás.
—Claro, no pasa nada. Pero hay uno en la entrada, al otro lado del vestíbulo. Es el de los invitados, ¿vale?
Tenía el cabello más claro que en las fotos. Y los hombros más anchos. Era como si las fotografías le hubieran quitado el brillo y lo hubieran empequeñecido. Allí, en persona, parecía más corpulento, vital, ágil y moreno, tenía más pre­sencia. Una cicatriz le surcaba la barbilla, y se le formaba un hoyuelo en la mejilla izquierda cuando sonreía.
—Desde luego. Lo siento. Es que… —Y, haciendo ade­mán de retirarse, se acercó ligeramente a el, olisqueando su delicioso aroma. Echó un vistazo a la cama, al edredón desarreglado y arrugado sobre el que se había sentado. «Quien fuera ese edredón», pensó ella.
Pero Daniel levantó la mano.
—¿Y ese pelo?
Extendió el brazo para tomar varios mechones entre sus dedos, y ella no pudo evitar fijarse en que los tenía largos y huesudos. Nina se rió.
—Sí, es de la humedad. —Como él no le quitaba los ojos de encima, ella exhaló un suspiro—. Me quedan hechos un desastre.
Él la contempló de arriba abajo, con recelo. Intentando no desmayarse, ella le devolvió la mirada, sacudió la cabe­za y consultó su reloj.
—¡Huy! Bueno, me tengo que ir —dijo. Y paseando la vista por aquel rostro, aquella cicatriz, aquellos ojos, aque­lla boca, la curva del cuello y de los hombros, añadió, muy despacio—: Me encanta… tu perro.
Antes de que él pudiera responder, Nina dio media vuel­ta, salió de la habitación y recorrió la mitad del pasillo. No fue hasta entonces que Daniel reparó en la toalla tirada en el suelo.
—¡Oye, Nina! —la llamó.
Pero la puerta se cerró y ella ya estaba fuera. No tuvo que esperar el ascensor y, en cuanto éste llegó a la planta ba­ja, cruzó a la carrera las alfombras persas, pasando junto a los bancos y las sillas de época bajo la araña de luces y se fue derecha hasta donde estaba el octogenario portero.
—Pete, ¿que ha pasado?
—No me ha dado tiempo —respondió.
—Hombre, Pete…
—La señora Gold quería que la ayudara con unos pa­quetes, el cartero estaba aquí y los gemelos Butler estaban trepando por la… Lo siento, Nina; sabes que haría cualquier cosa por ti.
Nina sonrió.
—¿Por mí? ¿O por éstos? —Hurgó en su mochila y le tendió a Pete una caja de cacahuetes cubiertos de chocola­te, tal como había hecho durante el último mes cada vez que sacaba a Siddhartha a pasear y pasaba un poco de tiempo extra en el apartamento—. ¿Nos vemos mañana?
—Pero debes procurar no tardar tanto —le advirtió Pete.
—Ya lo sé.
Una vez fuera, ella pudo volver a respirar. El cielo tenía un tono naranja pálido y lavanda, y el sol se preparaba pa­ra el descenso, proyectando sombras sobre aquel día tan extraordinario. Había faltado poco, pensó Nina de camino a su casa, pero, oh, Dios, había valido la pena.

sábado, 7 de noviembre de 2009

lunes, 2 de noviembre de 2009

...Cosas de Biblioteca...




La Noche...Una Pesadilla...Guy de Maupassant....






Amo la noche con pasión. La amo, como uno ama a su país o a su amante, con un amor instintivo, profundo, invencible. La amo con todos mis sentidos, con mis ojos que la ven, con mi olfato que la respira, con mis oídos, que escuchan su silencio, con toda mi carne que las tinieblas acarician. Las alondras cantan al sol, en el aire azul, en el aire caliente, en el aire ligero de la mañana clara. El búho huye en la noche, sombra negra que atraviesa el espacio negro, y alegre, embriagado por la negra inmensidad, lanza su grito vibrante y siniestro.
El día me cansa y me aburre. Es brutal y ruidoso. Me levanto con esfuerzo, me visto con desidia y salgo con pesar, y cada paso, cada movimiento, cada gesto, cada palabra, cada pensamiento me fatiga como si levantara una enorme carga.

Pero cuando el sol desciende, una confusa alegría invade todo mi cuerpo. Me despierto, me animo. A medida que crece la sombra me siento distinto, más joven, más fuerte, más activo, más feliz. La veo espesarse, dulce sombra caída del cielo: ahoga la ciudad como una ola inaprensible e impenetrable, oculta, borra, destruye los colores, las formas; oprime las casas, los seres, los monumentos, con su tacto imperceptible.

Entonces tengo ganas de gritar de placer como las lechuzas, de correr por los tejados como los gatos, y un impetuoso deseo de amar se enciende en mis venas.

Salgo, unas veces camino por los barrios ensombrecidos, y otras por los bosques cercanos a París donde oigo rondar a mis hermanas las fieras y a mis hermanos, los cazadores furtivos. Aquello que se ama con violencia acaba siempre por matarlo a uno.

Pero ¿cómo explicar lo que me ocurre? ¿Cómo hacer comprender el hecho de que pueda contarlo? No sé, ya no lo sé. Sólo sé que es. Helo aquí.

El caso es que ayer -¿fue ayer?- Sí, sin duda, a no ser que haya sido antes, otro día, otro mes, otro año -no lo sé-. Debió ser ayer, pues el día no ha vuelto a amanecer, pues el sol no ha vuelto a salir. Pero, ¿desde cuándo dura la noche? ¿desde cuándo...? ¿Quién lo dirá? ¿Quién lo sabrá nunca? El caso es que ayer salí como todas las noches después de la cena. Hacía, bueno, una temperatura agradable, hacía calor. Mientras bajaba hacia los bulevares, miraba sobre mi cabeza el río negro y lleno de estrellas recortado en el cielo por los tejados de la calle, que se curvaba y ondeaba como un auténtico torrente, un caudal rodante de astros. Todo se veía claro en el aire ligero, desde los planetas hasta las farolas de gas. Brillaban tantas luces allá arriba y en la ciudad que las tinieblas parecían iluminarse. Las noches claras son más alegres que los días de sol espléndido.

En el bulevar resplandecían los cafés; la gente reía, pasaba o bebía. Entré un momento al teatro; ¿a qué teatro? ya no lo sé. Había tanta claridad que me entristecí y salí con el corazón algo ensombrecido por aquel choque brutal de luz en el oro de los balcones, por el destello ficticio de la enorme araña de cristal, por la barrera de fuego de las candilejas, por la melancolía de esta claridad falsa y cruda.

Me dirigí hacia los Campos Elíseos, donde los cafés concierto parecían hogueras entre el follaje. Los castaños radiantes de luz amarilla parecían pintados, parecían árboles fosforescentes. Y las bombillas eléctricas, semejantes a lunas destellantes y pálidas, a huevos de luna caídos del cielo, a perlas monstruosas, vivas, hacían palidecer bajo su claridad nacarada, misteriosa y real, los hilos del gas, del feo y sucio gas, y las guirnaldas de cristales coloreados.

Me detuve bajo el Arco del Triunfo para mirar la avenida, la larga y admirable avenida estrellada, que iba hacia París entre dos líneas de fuego, y los astros, los astros allá arriba, los astros desconocidos, arrojados al azar en la inmensidad donde dibujan esas extrañas figuras que tanto hacen soñar e imaginar.

Entré en el Bois de Boulogne y permanecí largo tiempo. Un extraño escalofrío se había apoderado de mí, una emoción imprevista y poderosa, un pensamiento exaltado que rozaba la locura.

Anduve durante mucho, mucho tiempo. Luego volví.

¿Qué hora sería cuando volví a pasar bajo el Arco del Triunfo? No lo sé. La ciudad dormía y nubes, grandes nubes negras, se esparcían lentamente en el cielo.

Por primera vez sentí que iba a suceder algo extraordinario, algo nuevo. Me pareció que hacía frío, que el aire se espesaba, que la noche, que mi amada noche, se volvía pesada en mi corazón. Ahora la avenida estaba desierta. Solos, dos agentes de policía paseaban cerca de la parada de coches de caballos y, por la calzada iluminada apenas por las farolas de gas que parecían moribundas, una hilera de vehículos cargados con legumbres se dirigía hacia el mercado de Les Halles. Iban lentamente, llenos de zanahorias, nabos y coles. Los conductores dormían, invisibles, y los caballos mantenían un paso uniforme, siguiendo al vehículo que los precedía, sin ruido sobre el pavimento de madera. Frente a cada una de las luces de la acera, las zanahorias se iluminaban de rojo, los nabos se iluminaban de blanco, las coles se iluminaban de verde, y pasaban, uno tras otro, estos coches rojos; de un rojo de fuego, blancos, de un blanco de plata, verdes, de un verde esmeralda.

Los seguí, y luego volví por la calle Royale y aparecí de nuevo en los bulevares. Ya no había nadie, ya no había cafés luminosos, sólo algunos rezagados que se apresuraban. Jamás había visto un París tan muerto, tan desierto. Saqué mi reloj. Eran las dos.

Una fuerza me empujaba, una necesidad de caminar. Me dirigí, pues, hacia la Bastilla. Allí me di cuenta de que nunca había visto una noche tan sombría, porque ni siquiera distinguía la columna de Julio, cuyo genio de oro se había perdido en la impenetrable oscuridad. Una bóveda de nubes, densa como la inmensidad, había ahogado las estrellas y parecía descender sobre la tierra para aniquilarla.

Volví sobre mis pasos. No había nadie a mi alrededor. En la Place du Château-d'Eau, sin embargo, un borracho estuvo a punto de tropezar conmigo, y luego desapareció. Durante algún tiempo seguí oyendo su paso desigual y sonoro. Seguí caminando. A la altura del barrio de Montmartre pasó un coche de caballos que descendía hacia el Sena. Lo llamé. El cochero no respondió. Una mujer rondaba cerca de la calle Drouot: «Escúcheme, señor.» Aceleré el paso para evitar su mano tendida hacia mí. Luego nada. Ante el Vaudeville, un trapero rebuscaba en la cuneta. Su farolillo vacilaba a ras del suelo. Le pregunté:

-¿Amigo, qué hora es?

-¡Y yo que sé! -gruñó-. No tengo reloj.

Entonces me di cuenta de repente de que las farolas de gas estaban apagadas. Sabía que en esta época del año las apagaban pronto, antes del amanecer, por economía; pero aún tardaría tanto en amanecer...

«Iré al mercado de Les Halles», pensé, «allí al menos encontré vida».

Me puse en marcha, pero ni siquiera sabía ir. Caminaba lentamente, como se hace en un bosque, reconociendo las calles, contándolas.

Ante el Crédit Lyonnais ladró un perro. Volví por la calle Grammont, perdido; anduve a la deriva, luego reconocí la Bolsa, por la verja que la rodea. Todo París dormía un sueño profundo, espantoso. Sin embargo, a lo lejos rodaba un coche de caballos, uno solo, quizá el mismo que había pasado junto a mí hacía un instante. Intenté alcanzarlo, siguiendo el ruido de sus ruedas a través de las calles solitarias y negras, negras como la muerte.

Una vez más me perdí. ¿Dónde estaba? ¡Qué locura apagar tan pronto el gas! Ningún transeúnte, ningún rezagado, ningún vagabundo, ni siquiera el maullido de un gato en celo. Nada.

«¿Dónde estaban los agentes de policía?", me dije. «Voy a gritar, y vendrán.» Grité, no respondió nadie.

Llamé más fuerte. Mi voz voló, sin eco, débil, ahogada, aplastada por la noche, por esta noche impenetrable.

Grité más fuerte: «¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro!»

Mi desesperada llamada quedó sin respuesta. ¿Qué hora era? Saqué mi reloj, pero no tenía cerillas. Oí el leve tic-tac de la pequeña pieza mecánica con una desconocida y extraña alegría. Parecía estar viva. Me encontraba menos solo. ¡Qué misterio! Caminé de nuevo como un ciego, tocando las paredes con mi bastón, levantando los ojos al cielo, esperando que por fin llegara el día; pero el espacio estaba negro, completamente negro, más profundamente negro que la ciudad.

¿Qué hora podía ser? Me parecía caminar desde hacía un tiempo infinito pues mis piernas desfallecían, mi pecho jadeaba y sentía un hambre horrible.

Me decidí a llamar a la primera cochera. Toqué el timbre de cobre, que sonó en toda la casa; sonó de una forma extraña, como si este ruido vibrante fuera el único del edificio. Esperé. No contestó nadie. No abrieron la puerta. Llamé de nuevo; esperé... Nada.

Tuve miedo. Corrí a la casa siguiente, e hice sonar veinte veces el timbre en el oscuro pasillo donde debía dormir el portero. Pero no se despertó, y fui más lejos, tirando con todas mis fuerzas de las anillas o apretando los timbres, golpeando con mis pies, con mi bastón o mis manos todas las puertas obstinadamente cerradas.

Y de pronto, vi que había llegado al mercado de Les Halles. Estaba desierto, no se oía un ruido, ni un movimiento, ni un vehículo, ni un hombre, ni un manojo de verduras o flores. Estaba vacío, inmóvil, abandonado, muerto.

Un espantoso terror se apoderó de mí. ¿Qué sucedía? ¡Oh Dios mío! ¿qué sucedía?

Me marché. Pero, ¿y la hora? ¿y la hora? ¿quién me diría la hora?

Ningún reloj sonaba en los campanarios o en los monumentos. Pensé: «Voy a abrir el cristal de mi reloj y tocaré la aguja con mis dedos.» Saqué el reloj... ya no sonaba... se había parado. Ya no quedaba nada, nada, ni siquiera un estremecimiento en la ciudad, ni un resplandor, ni la vibración de un sonido en el aire. Nada. Nada más. Ni tan siquiera el rodar lejano de un coche, nada.

Me encontraba en los muelles, y un frío glacial subía del río.

¿Corría aún el Sena?

Quise saberlo, encontré la escalera, bajé... No oía la corriente bajo los arcos del puente... Unos escalones más... luego la arena... el fango... y el agua... hundí mi brazo, el agua corría, corría, fría, fría, fría... casi helada... casi detenida... casi muerta.

Y sentí que ya nunca tendría fuerzas para volver a subir... y que iba a morir allí abajo... yo también, de hambre, de cansancio, y de frío.

FIN

domingo, 1 de noviembre de 2009

.....Inflexiones musicales....

....Sirenas.....





Helas aquí. De plata y hermosura.
Se desvanecen, aparecen huyen
y la noche lunar las trae de nuevo.
¿Oyes su canto?...
Complácete, no te apresures,
goza en su contemplación su aparición.
...................................
No volverás a contemplarlas nunca...